PROVINCIALES

EDITORIAL

La pos posverdad (*)

Ahora que en nuestro país la crisis disuelve el humo de las novedades conceptuales de outlet con las que se propicia el hueco optimismo cínico de época, tal vez sea un buen momento para volver a hablar de posverdad.

La pos posverdad (*)

Si resulta pertinente este ejercicio es porque el triunfo de Macri y su acceso al poder coincidió justamente con el auge del término “posverdad”, que en 2016 tuvo su momento de mayor esplendor al recibir el dudoso título honorífico de “palabra del año” por parte del diccionario de Oxford. El novedoso vocablo que venía a explicar, entre otras cosas, la victoria definitiva del marketing de influencia en la vida social y política a nivel global, sirvió para entender a nivel local el triunfo, algo inesperado y sorpresivo, de Cambiemos.  
En ese marco emergió la heroicidad publicitaria de Durán Barba y Marcos Peña. Se destacaban ambos como los responsables del triunfo del hijo de un millonario sin mérito alguno, incapaz de hablar sin la ayuda de un telepronter y una fonoaudióloga seguramente frustrada. Parecían haber probado la capacidad de doblegar la realidad objetiva con la magia estadística de la Big Data, un ejército de trolls, los community managers, las fake news y otros artilugios posverdaderos. Para propios y extraños, esto parecía garantizar el comienzo de un largo y próspero gobierno exitoso, independientemente incluso de lo que ocurriera, porque ahora la objetividad de los sucesos se dirimían entre tweets, likes y retweets, en posteos de Facebook, o con fotos y videos de espontaneidad guionada intervenidos siempre con graciosos stickers  y filtros de Instagram y Snapchat.   
Las cosas parecían haberse evaporado una vez más. Y una vez más la novedad histórica era la idea del “fin de la historia”, pero por otros medios. En este caso se trataba de que ya no importaban más los hechos objetivos sino las apelaciones emocionales y los efectos prácticos de la acción discursiva. Desde postestructuralismos rudimentarios y algo berretas se explicaba que la vieja polaridad verdad/falsedad había quedado perimida, ya que la realidad se reducía ahora al “discurso” y todo se validaba o desacreditaba a partir de mecanismos de autorreferenciales propios de la misma discursividad. Habíamos entrado a la era de la posverdad y de los “hechos alternativos”, una era casi naturalmente antiperonista donde “mejor que hacer era decir” y donde “mejor que realizar era prometer”.  
Como sea, el concepto de posverdad hizo que los macristas se entusiasmaran con que los balbuceos de su líder, coucheados y editados convenientemente, podían ser actos de habla de exclusiva e infinita función perlocutiva, que iban a hacer llover inversiones, en una Argentina de bicicletas, con un Apple Store en cada esquina, caffe latte en bares LGTB y crecimiento basado en emprendedurismo creativo. Ilusiones de bacanes y sifrinos.  
El optimismo financiado con dólares baratos fue tan inmenso como el endeudamiento, al punto que Marcos Peña, publicitaba que él era el “Kennedy” argentino y esperaba simplemente, como corresponde a la audaz teoría de la posverdad, que la realidad con el tiempo se adecuara al mensaje, para que pudiera ser él el heredero de la presidencia.    
El final gris del colorido andamiaje propagandístico de Cambiemos lo conocemos y lo sufrimos todos hoy: una corrida cambiaria que lleva cinco meses sin freno y ha producido una devaluación de más del 100%, una inflación fuera de control por encima del 45 %, subordinación total al FMI, crisis de deuda, recesión y empobrecimiento general de la población con estragos sociales.  

Tristemente, la realidad ha regresado

Ahora Macri se empeña inútilmente en seguir dándole órdenes a la realidad diciendo una y otra vez que “lo peor ya ha pasado”. Pero lo peor no deja de llegar. El espectáculo es más bien decadente y patético. Estúpidamente confiados hasta el final en que las palabras crean las cosas, llaman “tormenta” a la crisis que sufrimos todos. Y mientras creen que nos han engañado con el “novedoso descubrimiento” de las metáforas y los eufemismos, el desastre económico y político se traduce a toda velocidad en encuestas negativas.  
Los argentinos redescubrimos que las palabras, las intenciones, el pensamiento positivo y el optimismo son impotentes para controlar los precios, crear riqueza y generar puestos de trabajo. Embargados en la conmoción de esta “sorpresa”, la realidad y su retorno nos depositan sin anestesia en la era de la pos posverdad, que se parece mucho al siglo XIX. Un tiempo donde para desilusión de los (siempre precoces) amantes del prefijo “pos”, la posverdad se revela finalmente apenas como una triste doble mentira. En primer lugar, porque es, a pesar de la superación grandilocuente que promete, apenas otro nombre de la falsía y porque entonces no tiene más realidad nueva que la de un neologismo de moda que se refiere a las viejas distorsiones informativas y falacias en el discurso político.  
De ninguna manera esto quiere decir que ahora la realidad se impondrá por sí sola y que finalmente será tan fuerte que creará conciencia por sus propios medios. Esta idea sería tan ingenua como la otra, solo que en el extremo opuesto. Porque es claro que las formaciones y producciones ideológicas distorsionan e invierten la realidad, pero no se puede ignorar que las formas de la conciencia no tienen vida propia ni pueden autoposeer su desarrollo e historia. Seguimos siendo seres reales y actuantes, mal que le pese al capitalismo financiero y sus entusiastas fantasías con la evanescencia del mundo. Más allá de todas las maravillosas creaciones tecnoculturales y el poder de los imaginarios sociales sigue siendo en última instancia, como escribió Marx, la vida la que determina la conciencia y no al revés.


(*) Por Fabio Seleme

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