PROVINCIALES

EDITORIAL

Nieve: suspensión y goce

Por Fabio Seleme

Nieve, suspensión y goce
Nieve, suspensión y goce

Cuando comienza a nevar es casi imposible no dejar lo que se está haciendo, para mirar al menos un instante la cautivante precipitación de cristales fractales. La nieve conlleva unos misteriosos efectos suspensivos y postergatorios. Como si se tratara de una epojé silvestre de las cosas, cuando nieva, se suspende primero el frío cerca del cero, se templa el ambiente y, mientras los copos caen blandos y leves, parece ponerse en pausa para ellos, la gravedad habitual que sufren los cuerpos en el aire.
Por su parte, a medida que la nieve se acumula en un manto esponjado, la absorbencia acústica hace cesar también el sonido ambiente y la reverberancia natural que generan los objetos. En un silencio puro, la nieve ralentiza y posterga el mundo como lo conocemos y le va superponiendo otro más homogéneo, liso e inverosímil, donde todos los colores son igualmente aplazados por la claridad máxima y la oscuridad nula. Limbo existencial, la nieve es lo que cae incesante entre medio de la vida y la muerte, como dice el haiku de Taneda Santôka 
Como en una fermata que abre una ventana de tiempo sin pulso para el disfrute libre de los intérpretes, cuando la nieve tapa la superficie, cesan en definitiva las certezas inconscientes de la vigilia y empieza un andar de ensoñación alerta, en un universo donde hasta lo más simple, como es caminar, se vuelve gravoso e inseguro. Límite tan invivible como seductor, la nieve operativiza desde lo imposible cierta demanda y desafío, que parece buscar saldarse reactivamente y por distintos medios, en el extraño goce del desliz pulsional y repetitivo sobre ese borde total, blanco, frío y resbaloso.
Con epicentro en Ushuaia, la cordillera fueguina y sus valles es una de las zonas donde más y mejor nieve cae y donde la temporada invernal dura más tiempo. Es decir, donde esos aplazamientos de la materialidad objetiva son más extensos. Como consecuencia de esas magnitudes, también es el lugar donde ese disfrute de oposición al elemento disruptivo se concreta más intensamente y, con cierta complejidad, se manifiesta de maneras diferentes en prácticas interpretativas bien diversas.
A tal punto, que esa variedad de goces en la excepción de la nieve que tienen lugar en nuestra isla, parecen darse en todo un espectro que alcanza a cubrir el conjunto de niveles operativos que Freud postuló para explicar el funcionamiento del aparato psíquico. Quiero decir que, con algo de osadía interpretativa, puede hablarse de un disfrute de la nieve a nivel del “ello”, a nivel del “superyó” y nivel del “yo”.
A nivel del “ello” el goce de la nieve se realiza en los gomones, trineos y culipatines con los que niños o adultos demorados sin atenuantes en la adolescencia, se tiran sin ley ni regulaciones técnicas o monetarias, desde cualquier loma empinada. Se trata de un vértigo de tobogán envuelto en risotadas, con estilo libre y desprejuiciado que por lo general termina con una revolcada en el frío elemento. Que sea el trasero, en todos los casos, con lo que se disfruta el deslizamiento corrobora que la práctica obedece en origen a un placer ciego y a una energía primitiva. 
A nivel del “superyó” está el esquí de fondo o “nórdico”. Allí puede verse a gente rigurosa y severa recorriendo extensas distancias sobre terrenos planos o levemente ondulados. Ataviados con largas tablas angostas y bastones no corren ni caminan sino que, con una técnica de movimiento precisa y sofisticada de las piernas y los brazos, se deslizan con un arduo y pesado trabajo y en una pose al filo del ridículo. En todo caso la actividad es de pura contracción al sacrificio y al esfuerzo, y es difícil avizorar dónde encuentran el placer los que practican este deporte sino es en el mismísimo padecimiento. El típico aficionado al esquí de fondo es un hombre adusto de temple y de fibrosa musculatura. Preferentemente usa barba pero se viste con unas calzas algo desconcertantes que terminan de redondear la síntesis icónica de autoridad con un dejo de perversión, como le es consustancial a la ley. 
Por último, el disfrute de la nieve a nivel del “yo” se da en el esquí alpino. Allí la tecnología ofrece los medios de elevación al individuo y luego él debe procesar las fuerzas gravitacionales propias de las pendientes de la montaña con la articulación de distintas posturas. Efectivamente las posturas y sobre todo las poses, en más de un sentido, son lo más importante en esta variante “social” y “política” del esquí. Por eso la indumentaria, los equipos y el atuendo cumplen un inesperado rol central aquí. Cascos, antiparras espejadas y buffs permiten esconder la verdadera apariencia para prodigarse en sinuosos entrecruzamientos fugaces y estilísticos con los otros enmascarados. Los accesorios técnicos para ser “alguien” en la actividad son tan coloridos como inimaginables en superficialidad, funciones y cantidad. Por otro lado, una maraña de categorías fútiles mantiene a los individuos bien segmentados por habilidades, vestimentas, tablas y pistas que frecuentan, analogándose así la estratificación de los status sociales. Todo ese sistema clasificatorio opresivo genera una especie de sentimiento de “culpa” deportiva que es lo que permite sostener el pago de los exagerados precios que el centro de esquí establece para las clases, los equipos y, por extensión, para cualquier rubro pensable. Algo de ese sacrificio físico monetario y postural, finalmente, se intenta capitalizar en el falso relax de la charla y la socialización en las confiterías, evento que parece ser, al fin y al cabo, la razón de ser de lo que sucede sobre las tablas.
Todo esto sucede en el paréntesis que abre la nieve perforando el discurso lineal y la textura habitual de los acontecimientos. Pero como ocurre con todo paréntesis abierto, en un momento, se cierra. En este caso con el aumento de la temperatura que pone fin a la momentánea excepción nívea de la realidad y con la definitiva primavera que tras el deshielo nos devuelve a la efectividad de las cosas y el barro.

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